🔐 Iniciar sesión / Regístrate

Multi-Relatos

El lugar donde tus fantasías cobran vida

La intrusa

Tiempo estimado de lectura: 7 min
📧 Correo del autor: jcgato2005@hotmail.com

Éramos jóvenes y nos pasábamos prácticamente todo el día follando. Era verano, y tus padres estaban en el pueblo, de forma que teníamos la casa para nosotros cuando nos parecía. Éramos jóvenes, sí, y nos queríamos. O estábamos berracos. O las dos cosas. Qué sé yo. Éramos jóvenes. Y guapos. Tú estabas gorda, pero tu rostro era bello, tus ojos azules como el mar y tus carnes eran prietas, firmes, sabrosas. A menudo me quedaba pasmado mirándote andar o bailar, hipnotizado por el movimiento de tus nalgas inmensas, duras y protuberantes.

Habíamos quedado para salir, aquella noche, con una amiga tuya que no sé qué discusión había tenido con su novio. Habíamos bebido, claro.

Tu amiga no es que fuera una belleza, ni mucho menos, y estaba bastante más gorda todavía que tú, pero tenía un buen par de tetazas y llevaba un vestido que dejaba poco a la imaginación. Y tenía una forma de insinuarse, o mejor dicho de ofrecerse, un tanto tosca pero excitante.

Después de encontrarnos con ella, habíamos seguido bebiendo. Ella se quejaba del escaso desempeño sexual de su novio. Tú presumías abiertamente de mi fogosidad, del tamaño de mi polla, del gusto que te daba follar conmigo. Ella me miraba de reojo adoptando posturas que dejasen ver lo más posible sus sudorosos melones. Tú te hacías la celosa y ella, como para desagraviarte, te acariciaba los muslos y te besaba levemente los labios. Yo me hacía el ofendido y os separaba amistosamente, aprovechando para tocar tus piernas y rozar sus grandes tetas con el dorso de mi mano, como sin querer.

Los tres reíamos, entonces, y bebíamos un poco más.

Habíamos ido a bailar.

Primero habíais bailado entre vosotras, restregando vuestros cuerpos mucho más de lo necesario mientras yo os miraba: vuestros pechos se aplastaban unos contra los otros, vuestras piernas se rozaban, vuestras bocas se acercaban y se alejaban, entreabiertas, como anhelantes. Yo os imaginaba desnudas, húmedas, calientes, y tú me mirabas de tanto en tanto y adivinabas lo que pensaba.

Luego nos habíamos ido los tres a la pista, hechos un ovillo, y habíamos bailado juntos, yo entre vosotras, primero agarrándote de las nalgas y apretándome contra ti para que notaras lo empalmado que estaba, luego arrimándome a ella para sentir la caliente presión de sus ubres palpitantes contra mi pecho. Tú me habías apartado de ella y me habías besado. Luego la habías besado a ella, con lengua, sin medias tintas.

Luego ella me había puesto las manos en los hombros y me había empujado hacia abajo diciéndome “mira cómo está mi coño”: y yo, en cuclillas, pude oler el aroma marino y pegajoso de su chocho, adivinarlo, saborearlo casi, unos instantes antes de verlo fugazmente cuando ella se levantó el vestido unos segundos para mí y pude comprobar que no llevaba bragas.

Cuando volvimos a la barra, sudados, jadeantes, despeinados, no decíamos palabra.

Tampoco cuando caminamos calle abajo en dirección a tu casa, partidos de risa, tropezando cada poco.

Los tres sabíamos a dónde íbamos y para qué.

Yo iba entre las dos, un brazo sobre los hombros de cada una, dejando que de vez en cuando mis manos rozasen como por casualidad vuestras tetas: las tuyas firmes, redondas, tersas; las suyas blandas, calientes, bamboleantes. La situación me tenía cachondo perdido y yo no me molestaba en disimular la aparatosa erección que llevaba.

Frente a la puerta de tu casa dijiste “mis padres no están, subimos y tomamos la última” y abriste la puerta. Tu amiga subía delante y cada dos o tres escalones se paraba y se inclinaba lo suficiente para que yo, que iba detrás, pudiese vérselo todo. Tú mirabas también, por encima de mi hombro, y yo no podía saber si tu respiración agitada era por mí o por ella.

Con cada paso estábamos más cerca de dar rienda suelta al deseo que nos abrasaba a los tres.

Yo ya iba pensando en follarte brutalmente a cuatro patas mientras le comías el coño a ella. En restregar mi polla entre sus tetas hasta llenarlas de lefa mientras tú te sentabas en tu cara y la obligabas a lamerte la almeja. En poneros a las dos a cuatro patas al borde de la cama y daros por el culo alternativamente mientras os besabais con ansia.

En el último descansillo nos adelantaste, enseñándonos las llaves. Yo aproveché para sobarte descaradamente el culo. Tu amiga, casi al momento, me echó mano al paquete sin andarse por las ramas y me susurró “pero cómo la tienes cabrón”.

Tú nos mirabas mientras metías la mano en la cerradura.

Yo conocía aquella mirada. Aquello estaba hecho. Tú lo estabas deseando tanto y más que yo.

Y entonces, cuando empezaste a girar la llave en la cerradura, la voz de tu padre preguntando a gritos quién cojones andaba tocando los huevos a esas horas rasgó la noche.

Nos indicaste con gestos que saliéramos de allí pitando y tu amiga y yo bajamos las escaleras y salimos del portal a la velocidad del rayo. Cuando doblamos la esquina nos quedamos como los tontos, sin saber qué decir. Nos mirábamos sin decir nada.

Al final ella me preguntó “y ahora, ¿qué?”.

Debí haberme preocupado por si bajaba tu padre navaja en mano a cortarme las colgateras, o el menos haberme sentido más consternado por el papelón que probablemente te había quedado, amor mío.

Pero mi sangre se alojaba en aquellos instantes a cierta distancia de mi cerebro.

No se me había pasado el terrible calentón que llevaba, y eso que cuando miré mejor a tu amiga a la luz de las farolas sus ojos me parecieron levemente bizcos, su pelo estropajoso, sus tetas dos moles derribadas y fofas, y el olor de su coño que antes me había puesto tan caliente ahora me recordaba a los desperdicios de una pescadería. Tampoco ella me miraba con el mismo fuego de un rato antes. Se había roto el encanto, supongo.

Así que hice lo que hubiera hecho cualquier hombre llegados a ese punto.

Me encogí de hombros, la llevé medio a empellones a un soportal, la puse cara a la pared, le levanté la falda, le metí la polla hasta los cojones bruscamente y me la follé de forma tosca y atropellada mientras ella se tocaba la castaña con furiosa intensidad. Fue un polvo sórdido, urgente y cutre, pero debo reconocer que lo terminé con un corridón que creí que perdería el sentido, y que le llenó la raja a aquella putona de tal cantidad de lefa que le resbalaba por las patas a chorro vivo.

Si te sirve de consuelo te diré que mientras me la tiraba pensaba en que estabas ahí dándote el lote con ella, gozando de su lengua en tus pezones y tu coño, mirándome con picardía y animándome a darle todo lo duro que pudiese.

Y no tengo la menor duda de que ella estaba pensando prácticamente lo mismo.

El caso es que acabada la faena nos compusimos rápidamente sin mirarnos, y ella empezó a soltar no sé qué incoherencias sobre el arrepentimiento y la amistad y qué dirías tú si supieras.

Yo me di la vuelta, me fui a mi casa y aún me metí al baño y me la casqué con desesperación pensando no en lo ocurrido, sino en lo que había estado a punto de ocurrir, hasta que caí en un sueño espeso y lleno de sombras ambiguas.

¡Cuéntanos que te ha parecido, dale tu voto!

¡Haz clic en una estrella para puntuarlo!

Promedio de puntuación 0 / 5. Recuento de votos: 0

Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este relato.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *